El Kitsch

Cuando el brillo es tan falso que duele en los ojos.

El kitsch no es solo mal gusto: es la parodia involuntaria del arte. Es ese novio que compara tus labios con rubíes mientras te empuja bajo una escalera, o esa estatua de jardín que pretende ser un David de Michelangelo pero solo consigue ser un gnomo con pretensiones.

¿Por qué nos fascina?
Porque el kitsch no quiere conmovernos: quiere demostrarnos que estamos conmovidos. Usa diamantes de plástico para hablar de amor y ángeles de porcelana para fingir espiritualidad. Como dijo Umberto Eco, es «la imitación del efecto de la imitación»: un beso descrito como «el choque de dos almas en éxtasis» suena a poesía, pero huele a perfume de farmacia.

Claves para reconocerlo:

  1. Exceso de oropel: Adjetivos como «dolorosamente bello», «eternamente joven» o «cristalino suspiro». Si un texto brilla más que un árbol de Navidad en agosto, desconfía.
  2. Emoción prefabricada: Personajes que lloran «lágrimas de plata bajo la luna sangrante», mientras el lector bosteza. El kitsch no explora sentimientos; los anuncia con megáfono.
  3. Verdad a la fuga: Detrás de tanto «nácar», «terciopelo» y «éxtasis divino», suele esconderse el miedo a lo real: un beso es solo un beso, y un portal oscuro, a veces, solo un sitio donde huele a humedad.

El kitsch es el arte de vender empaque sin contenido. Pero cuidado: como demostró Almodóvar, cuando se usa con ironía, puede convertirse en un espejo deformante donde reírnos de nosotros mismos.


PD: Si al leer tu texto sientes la urgencia de añadir «¡Oh, destino cruel!», ya has caído en sus redes.

El kitsch: cuando lo cursi se viste de arte. Insisto.

El kitsch no es solo mal gusto disfrazado de elegancia; es un intento fallido de emular la profundidad del arte mediante clichés, exageración y sentimentalismo barato. No busca conmover, sino demostrar que se está conmocionando. Es como un pastel de boda de plástico: brilla, pero sabe a cartón.


El kitsch: entre el fracaso sublime y la ironía salvadora

El kitsch nace de una paradoja: pretende elevar lo ordinario a la categoría de arte, pero lo hace con tal torpeza que termina revelando su propia artificialidad. No es solo una cuestión de mal gusto; es un fenómeno cultural que refleja nuestra necesidad de rodearnos de símbolos que parezcan profundos, incluso si su esencia es hueca.


Breve historia de lo cursi

El término «kitsch» surge en el siglo XIX en Alemania, vinculado a obras de arte baratas que imitaban estilos nobles para satisfacer a una burguesía ávida de aparentar sofisticación. No era arte para connoisseurs, sino para quienes querían sentirse cultos sin esfuerzo. Como dijo Hermann Broch: «El kitsch es la mentira que se hace pasar por belleza».


Kitsch vs. arte popular: líneas difusas

Mientras el arte popular surge de tradiciones auténticas (como los alebrijes mexicanos o los mosaicos andaluces), el kitsch es una simulación: copia formas sin entender su significado. Un ángel de yeso con dorados excesivos es kitsch; una cerámica indígena con patrones ancestrales, no.


El contexto lo es todo

Lo que en una época fue kitsch, hoy puede ser camp (una reivindicación irónica de lo cursi). Un retrato de perro vestido de marinero, por ejemplo, es kitsch en la sala de un abuelo… pero se vuelve arte si se exhibe en una galería con una placa que diga: «Ironía sobre la soledad humana».


Kitsch en la cultura de masas: ejemplos que duelen

  • Literatura: Novelas románticas donde los amantes juran amor eterno «bajo la luna de terciopelo púrpura».
  • Cine: Películas de superhéroes con diálogos como «Tu corazón late al ritmo de mis puños de acero».
  • Publicidad: Anuncios de perfume donde una modelo cruza un desierto en tacones, murmurando: «La elegancia es sufrimiento».

Texto ilustrativo: El secreto de Lady Pompadúr

Lady Eleanor Pompadúr miraba su reflejo en el espejo de oro macizo (bañado en lágrimas de unicornio, según el vendedor). Su vestido, una cascada de encaje negro «tejido con suspiros de viudas», brillaba bajo los candelabros de cristal que colgaban del techo como «lágrimas congeladas de ángeles ebrios».

—¡Oh, Gastón! —gimió al ver a su amado entrar en la sala—. ¿Por qué tu corazón late para esa plebeya de ojos «verdes como limones envenenados»?

Gastón, enfundado en un traje que «crujía como el papel de las promesas rotas», tomó su mano enguantada:

—Eleanor, eres un volcán de pasión… pero ella tiene un jacuzzi con forma de cisne.

La dama se desmayó sobre un sofá de terciopelo rojo «teñido con sangre de poetas malditos». Mientras caía, su diadema de diamantes sintéticos («destellos de estrellas en huelga») rodó hasta los pies de Gastón, quien, sin inmutarse, la pateó hacia un rincón.

Al despertar, Eleanor juró vengarse. Contrató a un tenor italiano para que cantara Ave Maria frente a la casa de su rival, mientras lanzaba rosas blancas «fertilizadas con lágrimas de soltera». La plebeya, en respuesta, le envió un telegrama: «Querida Eleanor: el kitsch no vence al amor. Atentamente, alguien con mejor decorador».


Claves kitsch en el texto:

  • Adjetivos desbocados: Todo es «tejido con suspiros» o «teñido con sangre de poetas».
  • Diálogos melodramáticos: Las emociones se declaran, no se muestran.
  • Final predecible: La venganza fracasa de manera ridícula, pero el texto insiste en su «profundidad trágica».
  • Objetos como símbolos vacíos: El jacuzzi en forma de cisne no aporta nada… excepto brillo.

¿Se puede redimir lo kitsch?

Sí, pero requiere intención. Cuando Almodóvar usa flores de plástico en Todo sobre mi madre, no celebra lo cursi: expone su artificialidad para hablar de identidad y supervivencia. El kitsch, en manos de un artista consciente, se convierte en una crítica a nuestra obsesión por las apariencias.


El kitsch nos recuerda que, a veces, lo más trágico no es fracasar… es hacerlo con demasiado brillo.