Donde lo cotidiano se vuelve literatura y lo urgente, eterno.
La columna no es un artículo: es un guiño cómplice entre el escritor y el lector. Nació en los periódicos del siglo XIX, cuando las noticias aún tenían sabor a relato, y hoy sigue siendo ese género híbrido donde conviven la observación sagaz, la ironía filosa y la confesión personal.
¿Qué la hace única?
- Un tema, mil matices: Como un cuento, elige un solo asunto (un vecino que martilla los domingos, la lluvia en un cristal), pero lo desmenuza hasta encontrar lo universal en lo minúsculo.
- La voz del autor: No hay lugar para lo impersonal. Aquí el «yo» no es egoísmo, sino autenticidad. Como dijo González Ruano: «Yo os miro con curiosidad, con ternura, con asco».
- El arte del engaño literario: Usa asociaciones ingeniosas, campos semánticos recurrentes («náufrago» para hablar de soledad) y falsos enlaces entre párrafos. Persuade sin demostrar, como quien cuenta un secreto al oído.
Sus armas secretas:
- La ironía: Swift proponiendo comer niños para criticar la pobreza enseñó que lo grave puede decirse con sonrisa.
- El inicio explosivo: Un «¡Dios no existe!» seguido de «…afirman los ateos» atrapa más que cualquier introducción correcta.
- El final redondo: Como una morcilla bien atada, debe cerrar con un eco del principio, dejando la sensación de un viaje completo.
La mejor columna no informa: seduce. Transforma el ruido de un martillo en un grito contra la soledad, o una tarde lluviosa en un viaje al pasado. Porque su magia está en hacer que lo efímero —un instante, un malhumor— se lea como si fuera literatura.
PD: Si al terminar de escribir sientes que has firmado un pacto de complicidad con tus lectores, has logrado el tono perfecto.
La columna: un viaje íntimo entre el periódico y la literatura
La columna nació en las páginas de los periódicos del siglo XIX, cuando las noticias aún se narraban con pulso literario. En aquella época, escritores como Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer no solo informaban: contaban historias. Las crónicas de costumbres, los artículos de opinión y las leyendas compartían un mismo ADN: la voluntad de convertir lo efímero —un suceso, un personaje callejero— en algo perdurable. De hecho, el cuento moderno, tal como lo conocemos, bebe directamente de estas columnas que mezclaban periodismo y literatura.
Breve historia de un género camaleónico
- Siglo XIX: El vientre del periodismo
Las columnas eran microrelatos con fecha de caducidad. Larra, por ejemplo, escribía sobre majas y toreros con la misma ironía que hoy critica un tuitero. Sus artículos, aunque efímeros, tenían ambición literaria: retrataban la sociedad española con un ojo clínico y otro poético. - Siglo XX: La voz como marca
Autores como César González Ruano o Julio Camba elevaron la columna a arte menor. Ya no se limitaban a describir; opinaban con estilo. Ruano hablaba de la lluvia en Madrid como si cada gota llevara un recuerdo encadenado. Camba, en cambio, usaba la sátira para denunciar a los «lateros» (esos personajes que «dan la lata como perros con una lata atada al rabo»). - Siglo XXI: De la prensa a las redes
Hoy, la columna sobrevive en blogs, hilos de Twitter y newsletters. Lo que cambia es el soporte, no la esencia: sigue siendo un espacio donde lo cotidiano se vuelve universal gracias a una voz única.
Ejemplo ilustrativo: El susurro de los cajeros automáticos
Los cajeros automáticos son los confesionarios del siglo XXI. A las 2 a.m., cuando la ciudad duerme y solo ladran los perros sin dueño, tecleas tu código secreto (el mismo que usas en Netflix) y confiesas tus pecados financieros a una pantalla fría.
El otro día, mientras retiraba 20 euros —la limosna que me permite fingir solvencia—, el cajero escupió un recibo con una frase inesperada: «Recuerda: eres más que tu saldo». ¿Quién programa estas máquinas? ¿Un poeta becario? ¿Un filósofo despedido de un call center?
Me quedé allí, en la acera iluminada por neones de hamburgueserías, preguntándome si el cajero tenía razón. ¿Soy más que los 20 euros que se esfumaron en café y gasolina? ¿Más que el préstamo que devoro a plazos?
Un taxi pasó lentamente. El conductor me miró como quien ve a un loco hablando con una máquina. Y tal vez lo fuera. Pero en ese instante, el cajero —con su sabiduría de chips y cables— me recordó algo: hasta en lo más automatizado, sobrevive un guiño de humanidad. O de locura.
Al alejarme, el recibo voló hacia una alcantarilla. Lo vi desaparecer, llevándose consigo el mensaje. Y pensé: quizá la verdadera riqueza esté en perdernos, de vez en cuando, entre preguntas sin respuesta.
¿Por qué esto es una columna?
- Raíz periodística: Parte de un hecho trivial (un cajero automático) como excusa para reflexionar.
- Voz personal: El «yo» no se esconde; se expone con ironía y autocrítica.
- Herencia literaria: Usa recursos del cuento (símbolos, giros poéticos) sin perder agilidad periodística.
- Cierre redondo: El recibo perdido evoca el inicio, pero amplía el significado: lo efímero como metáfora.
La columna hoy: ¿un género en extinción?
En la era del clickbait, la columna resiste como un oasis de lentitud. No busca virales, sino resonancia. Como escribió González Ruano: «La mejor columna es la que se lee dos veces: una para reír, otra para llorar». Y en eso, poco ha cambiado desde el siglo XIX.
«Escribir una columna es como plantar un árbol en medio del desierto: nadie sabe si crecerá, pero el gesto ya es un acto de fe» —Adaptación libre de Julio Camba.